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Lo central de la Semana Santa


08 Abril 2020

La Semana Santa ha llegado hasta nosotros como un conglomerado, ingente y complejo, de ritos, procesiones, costumbres y tradiciones religiosas populares, actos piadosos como el Vía+Crucis, el sermón de las Siete Palabras, los ramos y las palmas, la visita a los Monumentos del Jueves Santo y toda una serie de usos, costumbres… etc, que se remontan a tiempo inmemorial…etc, y que este año por la “pandemia”, nos vemos todos confinados por el estado de alerta.

Los curas y responsables de la pastoral sudan tintan, sobre todo después de la reforma litúrgica, para poder compaginar adecuadamente los actos litúrgicos, con los actos populares: procesiones organizadas por las Hermandades y Cofradías. No siempre es fácil. Hay que facilitar un cauce adecuado a las tradiciones populares, sin que ello merme el interés por las celebraciones litúrgicas.

Quiero fijarme en las celebraciones litúrgicas que dan cuerpo y consistencia a la Semana Santa. Un conjunto harto complejo y enmarañado. Porque las celebraciones de estos días rompen el protocolo habitual y ofrecen un perfil muy diferente, complicado... De entrada debo decir que este conjunto no se ha construido de la noche a la mañana. Es el resultado de un largo proceso. A lo largo de los siglos la Iglesia ha ido incorporando rituales nuevos, usos y comportamientos litúrgicos nuevos, importándolos casi siempre de otras iglesias y tradiciones litúrgicas. Así han ocurrido las cosas, oteando el proceso histórico a vista de pájaro.

Vamos a comenzar con los días santos.

El Domingo de Ramos es el más festivo, quizás el más folclórico; por aquello del borriquillo, de los ramos y de las palmas. Si a eso añadimos la procesión, el colorido popular adquiere un nivel especial.

El Jueves Santo acapara hoy, sin duda, el mayor interés y el mayor nivel de asistencia. El lavatorio de los pies y la visita a los monumentos con mantilla –por supuesto, y con traje negro…- contribuyen a dar mayor lustre a este día.

La celebración del Viernes Santo queda ensombrecida, casi eclipsada, por el reclamo de las procesiones. La gente vive estos actos religiosos con una intensa emoción espiritual.

La liturgia de la Vigilia Pascual, a última hora del sábado, queda reservada, a mi juicio, a grupos minoritarios. La noche de Pascua, que debiera ser el momento culminante de toda la semana, en el que debiera concentrarse todo el interés y toda la emoción de la comunidad cristiana, pierde fuelle y se encuentra con una comunidad de fieles desmotivada y exhausta.

Todo esto me hace pensar que, en un momento en que la iglesia recapacita sobre su futuro y reflexiona sobre la vigencia de sus viejas estructuras frente a las inexorables exigencias de la sociedad posmoderna, en este momento –digo- deberíamos detectar con clarividencia las líneas de fuerza, las genuinas y originales, que dan sentido a estos días de preparación a la Pascua y garantizan su peculiar identidad. Quizás deberíamos recuperar hoy las líneas esenciales, limpias y puras, que las primitivas generaciones cristianas de los tres primeros siglos observaron para prepararse a la Noche Santa de Pascua.

Siguiendo el rastro de documentos históricos que nos informan sobre el comportamiento de la comunidad cristiana durante esos días. Documentos que se remontan a los siglos segundo y tercero, cuando el comportamiento de las comunidades aparece en toda su pureza original, libre de adherencias y de abultamientos artificiales. Durante estos días que preceden a la Noche Santa la comunidad cristiana no se reúne para celebración litúrgica alguna. Eso sí, esos días están marcados por un ayuno intenso, desde el lunes hasta la noche de Pascua. Es un ayuno progresivo, in crescendo, que se hace más riguroso y exigente en los dos últimos días. El banquete eucarístico de la noche de Pascua marcará la ruptura del ayuno y el comienzo de la fiesta. Este no es un ayuno penitencial, sino de espera impaciente.

La celebración de la Vigilia transcurre en un clima de oración y de tensa espera. Es una espera prologada, larga; los fieles escuchan la palabra de Dios, meditan, oran y cantan. Todo culmina en la Eucaristía, al amanecer. Es entonces cuando la Comunidad siente que el Señor vive, que ha Resucitado, que ha vencido a la muerte. Es entonces también cuando los que creen en Jesús y le celebran viven con intensidad el encuentro sacramental con el resucitado. En ese momento se rompe el ayuno y comienza la fiesta. Una fiesta que terminará con un ágape fraterno, en la mañana y se prologará después por espacio de cincuenta días.

Tengo la certeza de que el desarrollo extraordinario que han experimentado las celebraciones de la Semana Santa ha supuesto, en sus líneas generales, un gran enriquecimiento. Pero quizás ha llegado el momento de coger las tijeras de la poda. Las sucesivas adherencias han creado una tela tan enmarañada que apenas nos dejan ver el bosque. Hay que descubrirlo. Hay que descubrir las líneas fundamentales de la Semana Santa, las originales, las que le definen en toda su pureza y grandiosidad. Quizás tengamos que depurar el terreno, buscar formas más simples, más puras, más lineales, menos complicadas. Quizás tengamos que inspirarnos en el esquema original, observado en las primeras comunidades cristianas. Quizás tengamos que renunciar a tanto folclore, a tanto espectáculo pseudoreligioso, a tanto bullicio, a tanto recurso sucedáneo, para volver a lo genuino, a lo neurálgico, a lo esencial…, pues, en medio de esta descristianización, tenemos que volver a lo central de la liturgia, que es la fe en Cristo Resucitado.

Fr. Francisco M

Fray Francisco M. González Ferrera, OFM. 

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